sábado, 15 de junio de 2019

Enseñar literatura en la escuela



El siguiente trabajo pretende arrojar luz sobre interrogantes tales como: ¿por qué el placer por leer queda, en la mayoría de los casos, desplazado en la escuela? ¿En qué lugares comunes estamos situados como docentes que  impiden una vuelta de tuerca para esta problemática? ¿En qué medida el placer por leer puede convertirse en un vehículo de conocimiento, si esto es posible?



La práctica docente viene de la mano de replanteos teóricos, que nos han formado (in) o (de) formado. Quién sabe. Lo cierto es que vivimos y nos familiarizamos con lugares comunes para caer inexorablemente en el centralismo (1), en un determinado logos que defende(re)mos a capa y espada ya sea porque ¿estamos más seguros de eso?, ya sea porque es lo que nos piden y lo que ya conocemos.
La enseñanza de la literatura en la escuela supone,(en cuanto a mí me “hace ruido” por lo menos) tres pares binarios:
-lecturas que forman parte del canon escolar o del “programa”/lecturas fuera del canon
-comprobación de lectura/ registro de lectura abierto por parte del alumno
-nuestra lectura como docente/ la lectura que realiza el alumno.
Como se puede observar, es en los primeros elementos del par donde cae el acento, - son los elementos valorados o positivos-. Lo que llamaríamos, en otras palabras, el lugar común. El docente elige la obra (que generalmente conforma su canon personal o el de su formación académica), “da” a leer y elabora una especie de cuestionario a modo de comprobación de lectura, cuyo resultado es esperable que coincida con la lectura que uno como docente hizo. De hecho, el cuestionario de evaluación está configurado sobre la lectura que el docente tiene en mente y sobre lo que considera que su alumno “debe” decir.
De esta forma, como es esperable, la lectura se cierra y el alumno es un sujeto pasivo que sólo responde a.  Pero  esta descripción harto conocida nos hace pensar en lo siguiente: ¿qué consecuencias trae este centramiento? Y la respuesta es obvia: un placer que queda totalmente abolido, guardado en una caja que alguien quizás espiará de vez en cuando, pero que, si se abre como la de Pandora, puede salir toda clase de elementos no esperables que obviamente, podrían atentar contra esa lectura cerrada y por tanto, más fácil de evaluar. Esto pretende responder por qué la literatura en el aula desplaza el lugar del placer.(No se trata solamente de no poder delimitar “lo bello” en la literatura, su especificidad, etc.).
Y cuando decimos placer, decimos esa posibilidad de deleite, de gusto, de una sensación de regocijo que trascienda el timbre del recreo y nos trascienda, y genere más ganas de seguir leyendo/ debatiendo/ escuchando… ¿Un paraíso perdido en el aula? ¿Por qué no? ¿Por qué no empezar por abrir con la lectura un sendero afectivo? (2)
 Lo que está como está no nos funciona bien. ¿No será, entonces, necesario empezar a descentrar, desestructurar,  dar otra vuelta de tuerca a la cuestión? Evitando caer en nuevos modelos taxonómicos, por supuesto.
¿Pero qué sucede si movemos esas estructuras, las re observamos, las cuestionamos, las damos vuelta como un guante? Sencillo: todo nos empieza a hacer ruido; como si se nos cayera “la estantería” y nos sintiéramos desplazados desde nuestro lugar sagrado de impartir saber. Y, sí, señores, nos resistimos a perder nuestro cetro, creemos que  la asimetría docente/ alumno es insalvable, y que aun así no moveremos esas estructuras que nos enquilosan, nos desgastan, nos aburren… (3)
¿Y por qué sentimos que dejamos de ser (alguien)  si dejamos a un costado las riendas a la hora de leer? ¿Por qué nos hace tanto ruido, tanto como si ello atentara con nuestra formación académica?
Porque nos bajan del podio de transmisores del saber,  nuestra voz se acalla y eso no nos gusta.  ¿Y lo que estudié? ¿Y las lecturas que hice? Se silencian, se contraponen a otras y ¡ oh, Dios, qué pecado! Admitir esa otra lectura de un púber que no sabe ni quién escribió el Facundo. ¡Oh barbaridad! ¿Y este me viene a enseñan a mí? Ecos, ecos, resonancias, reales por cierto.
Todo esto viene a colación porque el lugar común es creer que si somos docentes debemos transmitir conocimiento, saberes y punto. En-se-ñar, sin más. Y entonces nos paramos  en ese lugar conocido, aun cuando eso atente contra el placer de leer, por ejemplo y por qué no contra la propia literatura. Aun cuando, en la mayoría de los casos, no sepamos qué es lo que debemos enseñar cuando de Literatura se trata y nos choquemos con el problema de su especificidad y sus fronteras. Un alumno una vez me preguntó: ¿Cómo sabemos que eso que cuenta acá no le pasó realmente y nos hace creer que es un cuento? Y realmente, entre las risas de algunos, ¡vaya pregunta! Venía a mover varias cuestiones literarias. (4)
Más que encontrar respuestas, podría sólo humildemente iluminar esta zona de desconcierto con las siguientes preguntas: ¿Es ese lugar común el que nos separa de posibilidades de prácticas en el aula más placenteras? Y siendo así, ¿por qué, a pesar de ello tampoco no nos contenta revertir esos lugares comunes ya gastados, áridos y aburridos?
¿Y entonces? ¿La culpa la tiene “el pibe” que viene a darnos vuelta nuestra lectura? No. El tema es que seguimos engañados creyendo que la Literatura se enseña. Y acá está nuestra tarea: tal vez sea necesario repensar la noción de literatura no como algo enseñable y trasmisible como una ciencia (5) sino más bien como un objeto que se aprehende y no se aprende, en la medida en que las lecturas se van haciendo cada vez más fructíferas para abrir el diálogo. Sólo así el placer puede abrirse camino.
¿Y es posible, por otra parte,  abrir camino al conocimiento a través de la esfera del placer?  Seguramente sí. Aunque todavía no sé cómo. Pensaba, entonces, en estas palabras de Silvia Seone (6):
“(…) las narraciones de mi madre y las de los padres o abuelos de ustedes en la infancia fueron, para ustedes, para mí, apropiaciones estéticas de la cultura; es decir, apropiaciopnes sensoriales del mundo, de los mundos, de esquemas de valores, apropiaciones de posibilidades de la vida, de lo que existe (léase entre lo que existe tanto tíos y viajes de abuelos cruzando el Atlántico o tranvías y cocinas a leña, como duendes, brujas y gatos de Cheshire o palabras sin sentido aparente como en “ética pelética tarim pum plética, pelada, peluda,tarim pum pluda…”); formas vívidas de percibir el mundo y, por eso, deconceptualizarlo. Conocer, de este modo, es conocer por el afecto, por la emoción. (…) lo estético nos permite conocer el mundo por una vía diferente de la estrictamente racional.

 Ahora me pregunto: ¿qué estamos dispuestos a cambiar para que lectura, placer y conocimiento sean una realidad no tan utópica? ¿Cómo sortear esa sensación de inseguridad –no sólo en el docente sino también en el alumno- que implica toda innovación?


1)      El concepto de centro viene de la mano del  estructuctutalismo
“La estructura siempre supone la existencia de un centro, de un principio fijo, de una jerarquía de significados y de una base firme, ideas que ponen en tela de juicio el interminable diferenciar y posponer que se observan en el acto de escribir”, en   En Terry Eagleton, Una introducción a la Teoría Literaria, Méjico: Fondo de Cultura Económica, 1993 (pág. 163)

2)    En este caso, me parece interesante citar estas palabras de Silvia Seoane, donde resalta el valor afectivo de las producciones orales:
La palabra afecto está vinculada con el verbo afectar. Cuando nos cuentan y nos cantan somos afectados por la sensación que trae el canto o el cuento; quedamos afectados, comprometidos por el relato o la canción. En este sentido, podemos seguir jugando con las vecindades lingüísticas y decir que estamos, por estas producciones estéticas orales, siendo afectados a una cultura.

             en Seoane, Silvia. Tomar la palabra. Apuntes sobre oralidad y lectura
Ponencia presentada en el Postítulo de Literatura Infantil y Juvenil - CePA
Ciudad de Buenos Aires, 18 de septiembre de 2004

3)      La sensación de vacío quizás es lo que funciona en este caso como resistencia.
“La desconstrucción es un juego de poder, la imagen reflejada en un espejo de la competencia académica ortodoxa. En ese momento, cuando se da un giro religioso a la antigua ideología, se logra la victoria mediante la kenosis o autovaciamiento: gana quien logra deshacerse de todos sus naipes para quedar con las manos vacías. En Terry Eagleton, Una introducción a la Teoría Literaria, Méjico: Fondo de Cultura Económica, 1993 (pág. 177)

4)      Es muy interesante en este punto el artículo de Josefina Ludmer, “Literaturas posautónomas”, en el que se tiene en cuenta otro tipo de escrituras (que ella llama diaspóricas) que salen de la literatura y entran a ‘la realidad’ y a lo cotidiano,  a la realidad de lo cotidiano [y lo cotidiano es la TV y los medios, los blogs, el email, internet, etc]. Fabrican presente con la  realidad cotidiana y esa es una de sus políticas.(…). En algunas escrituras del presente que han atravesado la frontera literaria [y que llamamos posautónomas] puede verse nítidamente el proceso de pérdida de autonomía de la literatura  y las transformaciones que produce.”

5)      Barthes dice al respecto en “Ciencia y Literatura”: pues si bien es verdad que la ciencia necesita del lenguaje, no está dentro del lenguaje, como la literatura; la primera se enseña, o sea, se enuncia y expone, la segunda se realiza, más que se transmite (tan solo su historia se enseña). La ciencia se dice, la literatura se escribe; la una va guiada por la voz, la otra sigue a la mano; no es el mismo cuerpo, y por tanto no es el mismo deseo, el que esta detrás de la una y el que esta detras de la otra.

6)      Seoane, Silvia. Op. Cit.

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